Por Natalia Romero/Ctxt
Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca. Y con él, una oleada de medidas mucho más radicales que las de su anterior administración. Entre ellas, las deportaciones masivas, el caldo de cultivo que se cuece todos los días en Estados Unidos, que agitan temores pasados y tensiones sociales. La migración, una realidad tan antigua como la humanidad, se ha convertido en el centro de una narrativa que la presenta como amenaza constante para la sociedad americana. Pero, ¿cómo de acertada es esta visión? ¿Qué consecuencias sociales y políticas puede traer? ¿Son sostenibles estas políticas en el tiempo?
Para responder a estas preguntas, conversamos con Justin Gest, catedrático de Políticas Públicas en la Universidad George Mason y autor de obras como The New Minority y Majority Minority, en las que analiza la política migratoria y la evolución demográfica de las sociedades occidentales. De paso por Madrid para participar en el conversatorio “Trump 2025: desafíos migratorios, inclusión social y el futuro de las minorías en EE.UU.” en Casa de América, Gest ofreció una visión crítica sobre el impacto de Trump, a quien describe como “un showman que gobierna simbólicamente”, más interesado en proyectar dureza que en ejecutar políticas efectivas.
—No bien Donald Trump empezó su segundo mandato y ya ha impuesto el terror como política migratoria con deportaciones masivas. ¿Qué representa para usted la migración en este momento?
—La migración representa evolución, humanidad y oportunidades. A través de la migración, hemos estado en contacto con diferentes culturas, lo que ha sido una fuente de ideas, creatividad y comprensión mutua. Esto no es algo exclusivo de tiempos modernos; es algo profundamente arraigado en la historia de la humanidad. La migración ha sido siempre una manera de adaptarse, evolucionar y reconocer la humanidad común entre comunidades distintas. A lo largo de la historia, la migración ha significado una búsqueda de oportunidades y la capacidad de ajustarse a los cambios del mundo.
—En su libro Majority Minority analiza cómo los grupos mayoritarios reaccionan y temen convertirse en minorías. ¿Cuáles son las reacciones más comunes que ha observado en sus investigaciones?
—Las primeras reacciones son de miedo. Cerrar las fronteras, cortar las relaciones, limitar el acceso a la ciudadanía… A veces también nostalgia, y es lo que estamos experimentando actualmente en Estados Unidos, aunque es algo que se viene dando en los últimos 20 años, porque el movimiento de Trump existió antes que Trump. Él solo ha sabido cosechar los sentimientos políticos preexistentes. No es el creador. Se está aprovechando de los sentimientos de miedo e impotencia que siente la gente en Estados Unidos sobre el cambio demográfico que viene.
—¿Es posible frenar ese cambio demográfico mediante políticas antimigratorias?
—No. Las políticas actuales no pueden evitar ese cambio. Incluso si se detuviera completamente la migración, el cambio demográfico seguiría su curso porque las tasas de natalidad entre las comunidades inmigrantes son más altas. Entonces, incluso con restricciones migratorias, la sociedad estadounidense seguirá diversificándose. La única alternativa sería reducir drásticamente la población del país, y eso no es una opción viable. Por eso, lo que las sociedades deben hacer es prepararse para gestionar ese cambio, no negarlo.
—¿Y ese miedo al que se refiere está más relacionado con la inseguridad económica o con la pérdida de identidad cultural?
—Ambas cosas están entrelazadas. Desde los años sesenta, los países desarrollados han externalizado sus industrias a regiones con mano de obra más barata. Esto ha generado inseguridad económica, especialmente en las clases trabajadoras. Al mismo tiempo, ha habido una transformación demográfica importante, con movimientos migratorios provenientes de antiguas colonias. Aunque son procesos distintos, ocurrieron al mismo tiempo, y eso ha confundido a la opinión pública, que tiende a culpar a los migrantes por los problemas económicos.
—También ha investigado a fondo a la clase trabajadora blanca estadounidense. ¿Cómo cree que evolucionará su pensamiento político?
—Depende mucho de lo que hagan los demócratas. Esta clase trabajadora, que históricamente votaba por este partido, se ha sentido abandonada. En los años noventa, con Bill Clinton, el Partido Demócrata adoptó muchas de las políticas neoliberales que antes eran territorio republicano. Esto redujo las diferencias económicas entre ambos partidos, pero profundizó la división en temas sociales y culturales. Hoy en día, la política estadounidense se está reorganizando según líneas de clase y nivel educativo, más que por raza o etnicidad. Por eso vemos a latinos, afroamericanos y asiáticos apoyando a Trump, algo que parece contradictorio, pero responde a nuevas prioridades: empleo, seguridad, valores conservadores.
—¿Y qué papel juega la prensa en todo este contexto polarizado?
—La prensa atraviesa una crisis estructural. Todavía no ha encontrado un modelo de negocio sostenible. Esto ha permitido que surjan muchos medios y voces sin controles editoriales, lo que tiene ventajas democráticas, pero también abre la puerta a la desinformación y al sensacionalismo. Los medios que intentan hacer periodismo riguroso pierden audiencia frente a aquellos que apelan a la emoción o la confrontación. Lo que está sucediendo ahora en Estados Unidos es que muchos de sus más grandes periódicos están bajo la propiedad de multimillonarios, y esto les obliga a responder ante ellos. Jeff Bezos, por ejemplo, posee The Washington Post y The Wall Street Journal es propiedad de Rupert Murdoch. La única excepción es The New York Times, cuyo modelo sigue siendo más tradicional. Con el tiempo, el periodismo se está convirtiendo más en una causa que responde a intereses privados. Por eso creo que necesitamos repensar el modelo: quizás con más apoyo público o filantrópico. El periodismo es un bien común, y debería tratarse como tal. Hay modelos como ProPublica o Texas Tribune que funcionan gracias a donaciones y producen contenido de alta calidad sin depender de intereses comerciales o ideológicos.
—Trump ha reactivado la Ley de enemigos extranjeros de 1798 para deportar a migrantes venezolanos a los que acusa de pertenencia a carteles. ¿Qué opinión le merece esta medida?
—Es claramente una violación de los derechos humanos. No se puede deportar a personas que corren peligro sin garantizarles un proceso legal justo. Esta medida contradice los principios más básicos del derecho internacional y también de las leyes estadounidenses. Además, crea una enorme opacidad sobre las condiciones en las que estas personas están detenidas, sobre todo si son expulsadas a lugares donde no hay supervisión legal ni acceso a información. Recientemente, la Corte Suprema falló en contra de esta política, lo cual revela el conflicto constitucional que estamos viviendo… Es una situación muy problemática.
—Si se implementan todas las políticas antimigratorias anunciadas por Trump, ¿qué futuro les espera a las minorías?
—Trump es un showman, un hombre de televisión. Su gobierno es más simbólico que otra cosa. Claro que hay consecuencias prácticas, pero su prioridad es la narrativa: hacer creer a la población que está actuando con mano dura. En realidad, durante los primeros cuatro años de Biden se deportaron más personas que durante el primer mandato de Trump. La diferencia es que Biden lo hizo con más discreción, diferenciando entre personas con antecedentes criminales y quienes simplemente están intentando construir una vida mejor. Trump no hace esas distinciones. Eso genera un futuro incierto para las minorías y las comunidades migrantes.
—¿Cómo se puede construir un sentido de pertenencia y de identidad en una sociedad que está creciendo y cambiando tanto cultural y demográficamente?
—La identidad de una sociedad no debería estar basada en la etnicidad o la religión. Lo que une a una comunidad es su estilo de vida. En Estados Unidos, por ejemplo, el “sueño americano” es un concepto compartido. Todos, o casi todos, provienen de familias migrantes que llegaron en barcos, con poco dinero en los bolsillos, pero con grandes aspiraciones. Lo que realmente define a la sociedad estadounidense es el valor del trabajo duro, del esfuerzo. Esa es una base común para construir pertenencia, independientemente del origen. Si logramos articular una identidad nacional basada en valores y no en raíces étnicas, podremos adaptarnos mejor al cambio demográfico.
—Un ejemplo de esto sería la comunidad cubana en Florida…
—Sí, los cubanos que se han integrado y envejecido en Estados Unidos ya no se sienten como inmigrantes, sino como estadounidenses. Sus preocupaciones, como la economía o el crimen, son las mismas que las de otros americanos. Aunque tienen raíces inmigrantes, muchos ya están en su tercera generación y no se identifican con los recién llegados de la misma manera que sus padres o abuelos. Para ellos, la identidad ha cambiado; se sienten más americanos que latinos. Esto también refleja un cambio en su perspectiva política, ya que las nuevas generaciones priorizan temas como el empleo y la seguridad, más que las cuestiones relacionadas con la inmigración, que son vistas de manera diferente.
—En Europa también estamos viendo un auge de la extrema derecha y un endurecimiento de las políticas migratorias. ¿Qué diferencias observa entre ambos contextos?
—Europa y Estados Unidos viven procesos similares, pero con ritmos distintos. Europa empezó a recibir inmigración masivamente más tarde que Estados Unidos, por lo que el cambio demográfico está un par de generaciones detrás. Sin embargo, los sentimientos sociales y las tensiones son parecidos. Lo que marca la diferencia son las estructuras políticas: en Europa hay sistemas parlamentarios que reparten el poder entre varios partidos, lo que dificulta que un solo líder concentre tanto poder como en EEUU.
Sin embargo, hay excepciones. En países como Italia, Hungría, Polonia, República Checa, Eslovaquia, y los Países Bajos, los populistas han alcanzado posiciones de poder. Francia estuvo muy cerca con Marine Le Pen, y el Reino Unido, especialmente bajo Boris Johnson durante el brexit, ha visto un giro hacia políticas más populistas dentro del Partido Conservador. En cambio, el sistema bipartidista estadounidense permite que, cuando un partido se radicaliza, como ha ocurrido con los republicanos bajo Trump, no haya una alternativa clara dentro del mismo sistema.
—¿Puede compartir un ejemplo de integración exitosa del que Estados Unidos pueda aprender?
—Sí, un ejemplo exitoso es Hawái. Originalmente era un reino independiente y su cultura era muy abierta a la diversidad. A lo largo del tiempo, comunidades de Filipinas, Corea, Japón, China o Portugal se han asentado allí y han logrado una convivencia armónica. La clave fue una identidad nacional flexible, que no excluía, sino que se adaptaba a las personas que llegaban. Esa capacidad de integrar, sin borrar las diferencias, es lo que hace de Hawái un modelo interesante para el resto del país.
—Ya sabemos las consecuencias directas si las políticas migratorias continúan bajo el mismo enfoque en los próximos cuatro años, ¿pero cuáles serían para la sociedad estadounidense en general?
—Para los migrantes, las consecuencias serían claras: más discriminación e injusticia. La sociedad estadounidense, por otro lado, llevaría una mancha en su historia. Durante siglos, Estados Unidos se ha enorgullecido de proteger a las minorías, de ofrecer refugio a los que huyen de la persecución y de ser un país de oportunidades para quienes lo necesitan. Esta reputación de acogida está en riesgo de desmoronarse. ¿Realmente seguimos siendo esa nación, o solo lo fuimos?
Económicamente, los migrantes han sido parte fundamental de la fuerza laboral y el motor de la economía estadounidense. Su creatividad, capacidad de innovación y adaptabilidad son esenciales. Y además, económicamente, son fundamentales: trabajan, emprenden, se movilizan adonde hay oportunidades. Si se les excluye, el país sufrirá un vacío económico y social muy difícil de llenar.
—¿Qué lo mantiene optimista frente al futuro de las democracias?
—Lo que me da esperanza es que aún no hemos intentado de verdad planificar el futuro. En Estados Unidos no existe una oficina en la Casa Blanca dedicada al cambio demográfico, ni un comité en el Congreso para tratar la cohesión social. No hemos hecho el esfuerzo. Y eso significa que aún podemos hacerlo. Si nos tomamos en serio estos desafíos, si creamos políticas públicas que fomenten la inclusión y la adaptación, hay mucho potencial para construir un futuro mejor. También es fundamental ajustar las expectativas de la población y darles el sentimiento de ser consultados y considerados en el proceso. El primer paso es reconocer la magnitud del cambio y enfrentarlo con responsabilidad.